lunes, 26 de noviembre de 2012

Ella existió.

Hay que ver como son las cosas.

Resulta que esta mañana leo un post de Rata sobre el casual parecido de una actriz con uno de sus personajes: Makoto, nuestra japonesa virtual favorita.

Pues me meto en mi perfil de Facebook y en uno de los grupos sobre steampunk a los que estoy apuntado, va y me sale esta imagen:



No se porqué pero me recuerda a alguien.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Diplomacia.

¡Hola, personas humanas!
Aquí os dejo un relatillo. Abajo os explicaré algunas cosas interesantes sobre este.

La Horda Polar.
Uno de los más grandes imperios que pueblan la faz de Verne, donde los hombres son duros, las mujeres son duras y los niños están en pleno proceso de endurecimiento. El frío perpetuo no ayuda a que los habitantes de esta región tengan una vida plena y llena de alegrías así que solo queda una salida: vencer a la adversidad aunque no se tengan fuerzas para ello. Pero existe alguien en este reino más duro que todos sus habitantes juntos. Viajando hacia la capital, Polyarnyygrad, y recorriendo el camino recto de la suntuosa y amplia Avenida de los Zares llegamos hasta el Palacio Helado, sede de este peculiar personaje: Ekaterina I, zarina de la Horda Polar. Esta joven de dieciocho años heredó el reino a edad tan temprana después de que su padre, el zar Alexis, muriera sofocando una revuelta de campesinos en los confines del imperio. Su carácter es... Bueno... Ha sido catalogada por todos los periódicos extranjeros como “la hija de la diosa del Inframundo”.

En una tarde de otoño, frío como solo puede ser en los territorios de la Horda Polar, nos encontramos a nuestra pelirroja protagonista sentada en su escritorio. A un lado, una pila de papeles donde aparecen los nombres de aquellos que, según el Servicio de Seguridad, buscan traicionar a la jovencísima soberana. Al otro, dos sellos: uno rojo y otro azul. Pobre de aquel cuya hoja sea impregnada con la tinta roja pues pronto podrá ver el rostro oculto tras la máscara de gas del Dios de la Muerte.
Ekaterina coge el primer papel de la pila. “Mikhail Konstantinov”, pone en el margen superior de la hoja, escrito a máquina. Debajo, los cargos: “líder de una célula de intelectuales igualitaristas que desean el derrocamiento de Su Alteza Imperial”. Con una delicadeza digna de una bailarina del Ballet Imperial de las Estepas, la zarina coge uno de los sellos y lo estampa al lado del nombre del acusado. Suerte para él ya que, en un alarde de humanidad y compasión sin precedentes, nuestra protagonista ha elegido el sello azul. El señor Konstantinov se ha salvado de conocer al Ejecutor en persona y tan solo tendrá que servir al esfuerzo industrial de tan gloriosa nación, durante 20 años, en las minas de sal de la gélida región de Yokutva.

Tras varias horas, la tarea de decidir quien vive y quien muere se ve interrumpida cuando alguien llama a la puerta del despacho de nuestra ilustre protagonista.
-¡Entre!- dice Ekaterina. Como se puede comprobar no es una sugerencia, es una orden.
La puerta se abre lentamente pero con decisión. Tras ella, aparece un hombre. Bien vestido, parece que haya superado la cincuentena. Las ojeras debajo de sus órganos visuales son el resultado de largas noches de privación del sueño. Tan grandes como sus cejas o como su barriga, la cual haría volar por los aires, tarde o temprano, los botones de su chaleco. El Primer Ministro Andrej Baturin en todo su esplendor.
-¡Ah, Baturin! ¿Ocurre algo?-preguntó la zarina, levantando la vista de los papeles-¿Alguna manifestación de igualitaristas? ¿Es una manifestación, verdad? Lance a la Guardia del Oso contra los asistentes, así se callarán.
-Eh... No, su Excelencia-dijo el hombre-Vengo a recordarle que mañana es el viaje hacia la capital del Imperio de Su Majestad.
-¡¿Qué?!-gritó Ekaterina-¿Por qué debo de ir a ese sitio?
-¿No recuerda?-Baturin estaba visiblemente nervioso-Debemos firmar los acuerdos de paz para poner fin a la Guerra por Vishnia. Ya sabe: el Imperio dejó de hostigarnos a cambio de darnos una pequeña franja del territorio.
-¿Cómo de pequeña?
-Eh... Pues...
-¿Sí?-la zarina se había levantado del escritorio y se había acercado al Primer Ministro, mirándolo con sus fríos e inquietantes ojos azul hielo.
-Las montañas de Sherpalia, su Excelencia.
-¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡Ellos se quedan con lo mejor y a mí me toca un trozo de tierra baldía! ¡Un montón de montañas llenas de yetis piojosos!
-Bueno, verá, los sherpalíes son expertos montañeses y rastreadores y creo que serían una buena adquisición para nuestros ejércitos.
-¿”Nuestros”, Baturin?
-Esto... Quise decir “sus ejércitos”, Excelencia.
-¡Ah! Pensaba...-Ekaterina se puso a mirar a través de la ventana. Las calles estaban llenas de gente o eso parecía: la lejanía del palacio imperial de las calles hacía que los transeúntes parecieran hormigas- Hmmmm... Tal vez sea una buena “adquisición”, como usted dice, pero pienso renegociar. Quiero una salida al mar Interior y la tendré.
-¿Cree que sería buena idea, Excelencia?-preguntó Baturin.
-Si Alexandra no me hace caso, pagará las consecuencias. Soy la comandante suprema del ejército más grande de todo Verne y si tengo que aliarme con esos imbéciles de Losange para conseguir mis objetivos... En fin... Lo haré.
Ekaterina se acercó al terminal de interfono de su despacho: “¡Anushka!”
Una voz de mujer se oyó al otro lado de la línea: “¿Sí, su Excelencia?”- Anushka era la sirviente y gobernanta de Ekaterina. Una mujer de unos cuarenta años cuya familia siempre había sido la sirviente de los zares desde la creación de la Horda Polar.
-Prepara mi equipaje y mi traje de gala. Mañana partimos hacia el Imperio.
-Como desee, su Excelencia.

El Imperio de Su Majestad.
El imperio más extenso de todo Verne. Más allá de cualquier mar u océano existe una posesión imperial. Todo ello gracias a siglos de conquistas y a la armada más avanzada de todo el mundo. La Era del Vapor ha traído una edad de oro al Imperio, sobre todo gracias a la labor incansable de su monarca: la reina Alexandra. Alexandra es la reina de reinas. Todo el mundo la admira, sobre todo por su carácter reformador y su cercanía al pueblo. Gracias a ella, el Parlamento Imperial ya es un órgano plenamente democrático y representantes de todos los pensamientos políticos pueden optar a un escaño.
Aunque claro, tiene también sus detractores. Bueno, su detractora: Ekaterina. La zarina no soporta a Alexandra ni en pintura. Tal vez sea por ese carácter tan amigable o porque el Imperio es el triple de grande que la Horda Polar, algo que nuestra protagonista no puede aceptar. Viajar solo para verle la cara a su mortal enemiga es algo que es superior a sus fuerzas pero renegociar los puntos del tratado que se va a firmar es una oportunidad de oro. Solo por eso, Ekaterina sería capaz de marchar hacia el mismísimo Inframundo. La codiciada salida de los territorios de la Horda hacia el mar Interior podría convertirse en realidad. Si este sueño se hiciese realidad, todas las naciones de Verne se arrodillarían ante el poder del imperio del norte.

El viaje en dirigible fue bastante tranquilo. Ni rastro de piratas aéreos en las zonas por donde pasaba. Claro que había que ser muy cenutrio para atacar el dirigible de la zarina. No solo por su ilustre ocupante sino porque iba armado hasta las cejas. Cualquier vehículo fabricado en la Horda Polar tiene un inconfundible aspecto militar. Hasta los tractores parecen tanques.
La máquina voladora llegó a Lionscourt, la capital del Imperio de Su Majestad. En la estación aérea de la ciudad estaba reunida una gran masa de gente: periodistas, fotógrafos, operarios de radio y el público curioso que se había acercado hasta allí para ver la llegada de la más joven emperatriz que haya conocido el mundo. En la plataforma donde iba a posarse el dirigible se encontraba la mismísima reina, acompañada por el Primer Ministro Osmond (fumando en su inseparable pipa) y escoltada por la Guardia Real.
El dirigible se posó con la gracia de un flamenco. Varios operarios de la estación se acercaron con una escalera para ayudar a bajar a los ocupantes de la nave pero, antes de que llegaran al lugar, tuvieron que dejarla a un lado porque de la propia puerta principal del dirigible se deplegó una escalinata de metal. Dos ayudas de cámara salieron del interior, desenrollando una alfombra roja hasta el lugar donde se encontraba Alexandra. Seguidamente, aparecieron varios miembros de la Guardia del Oso, ataviados con abrigos blancos y gorros negros de piel de oso, armados con rifles de repetición. Se colocaron con perfecta destreza a ambos lados de la alfombra.
Alexandra, la reina de reinas, suspiró.
-Ay...
-¿Ocurre algo, Majestad?- preguntó Osmond.
-No soporto su pomposidad- respondió Alexandra.
Tras este despliegue, Ekaterina salió a la luz del cielo nublado de Lionscourt. Iba vestida con un uniforme de mariscal, con una gran capa de piel. En su cinto, el sable que perteneció a su padre.
-Je. Desde esta distancia cualquiera diría que es un chico- dijo el Primer Ministro Imperial mientras que daba algunas caladas a su pipa.
Tras la zarina, descendió Baturin. Ekaterina avanzaba con paso firme por la alfombra. Al llegar hasta Alexandra, la joven emperatriz le hizo una reverencia aunque hubiera deseado ensartarla en su sable.
-¡Buenos días, su Majestad!
-¡Excelencia!- respondió la reina, con no mucha gana.
Ekaterina se puso enfrente de Osmond. Le saludó con otra reverencia.
-¡Primer Ministro Osmond!
-¡Su Alteza Imperial!- respondió Osmond.
Baturin hizo lo mismo que su emperatriz.
Acto seguido, las dos reinas y sus respectivos jefes de gobierno se dirigieron a la salida de la estación, donde les esperaba un séquito compuesto por dos carros de caballos escoltados por una compañía de húsares. Los flashes de las cámaras y la algarabía de gente casi desorientan a Ekaterina. Un grupo de ciudadanos imperiales increpaba a la zarina: “¡Tirana!”, “¡Asesina!”, “¡Niña mimada!”
-Si estuviéramos en la Horda Polar, ya estarían muertos- pensó Ekaterina.
A la salida, las reinas subieron a un carro mientras que los primeros ministros subieron a otro.
En el interior del vehículo, las dos emperatrices miraban disimuladamente a ambos lados para no mediar palabra. Algunos suspiros salían de la boca de Alexandra mientras que Ekaterina barruntaba cosas por lo bajo. Hasta que Ekaterina explotó.
-¡Tú!
-Tengo un nombre- contestó indignada la reina.
-Me da igual. Tengo algo que decirte.
-¿No te habrás enamorado de mí?- Alexandra comenzó a reírse mientras que Ekaterina estuvo a punto de desenvainar su sable. Por el bien de todos, consiguió calmarse.
-Ja, ja. Muy graciosa. Es sobre el tratado.
-¡Bien! Sabía que le ibas a sacar alguna pega.
-¡Y la tiene! Sherpalia no es suficiente. ¡Exijo un territorio mayor!
-¿Mayor, dices?- Alexandra miró fijamente a los ojos de Ekaterina. Debía ser la única persona en todo Verne que podía mantenerle la mirada a la zarina- Escucha, guapa. Muchos de los imperios estarían deseosos de poseer Sherpalia. Si no me crees, pregúntaselo al Káiser.
-Me da igual lo que opine esa marioneta movida por Eisenstahl. Quiero una salida al mar Interior. ¡Y la quiero ahora!
-Digno de una niña mimada como tú, Ekaterina. ¿Para qué? ¿Para servirte el mundo en bandeja? No, guapa, no.
-¿Te niegas?
-¿Acaso hablo en skaldmarkés?
-Bien. Tú lo has querido. En ese caso, ¡no firmaré nada!
-Sabía que todo acabaría así. ¿Deseas seguir con la guerra?
-¡Sí! ¡No tenéis nada que hacer contra mis ejércitos! ¡Los más grandes de todo Verne!
-¡Oh! ¿De verás? Dime, ¿cuándo fue la última vez que llevaste acabo un programa de reforma del ejército?
-¿Un qué...?
-Me refiero a que cuándo ha sido la última vez que has actualizado las armas de tus ejércitos.
-Pues... Pues... ¡No sé!- Ekaterina estaba demasiado incómoda con aquella pregunta- Creo que mi abuelo...
-¡Ja, ja, ja!- Alexandra no paraba de reír- ¿Tus ejércitos llevan todavía armamento de hace 100 años?
-¡Nuestra máquinas de guerra son las más potentes de todo Verne!
-Pero las guerras no solo se ganan con tanques y dirigibles, querida. Necesitas infantería y un montón de milicianos armados con mosquetes no pueden hacer nada contra una formación de húsares con giropistolas.
Ekaterina cayó. No quería seguir con aquella conversación.

Llegaron a su destino: el Palacio de los Leones.
El hogar de Su Majestad sería el sitio donde se firmarían los tratados. Donde se suponía que se firmarían. Las dos reinas bajaron de su carro, una por cada lado. Lo primeros ministros bajaron por el mismo lado. Se les veía alegres y dicharacheros. En realidad, Baturin y Osmond se llevaban bastante bien, al contrario que sus emperatrices.
Ekaterina se acercó a Baturin.
-¡Nos vamos de vuelta a Polyarnyygrad!- gritó Ekaterina.
Esto pilló por sorpresa a los dos hombres, que la miraron con asombro.
-Pero... Pero...- Baturin no se lo podía creer- Todavía no hemos firmado los tratados.
-¿Cuestiona mis órdenes, Baturin?- Ekaterina se encaró con el pobre hombre.
-No, su Excelencia. ¿Es que ha ocurrido algo malo?
-¡Mi voluntad! ¡No ha ocurrido mi voluntad! ¡Así que vayámonos!
-Bueno, si insiste- Baturin se giró hacia Osmond- Lo siento mucho, la verdad.
-No importa. Otra vez será- dijo el Primer Ministro.
-¡Baturin!- gritaba Ekaterina mientras subía a una de las carrozas para volver a la estación aérea- ¡No se rebaje al nivel de estos...! Estos... ¡Indeseables!
-¡Adiós, Ekaterina!- dijo Alexandra- ¡Nos volveremos a ver para firmar la paz!
-¡AAAAAAAAAAARGH!- gritó la zarina.



Como alguno de los que me seguís en Subcultura habéis adivinado, nuestra protagonista ya apareció una vez en otro relato titulado "Zarina". ¿Cómo es que ha cambiado de mundo? ¿Puede viajar a través de otras dimensiones? Eso quisiera ella. Os lo explico.
Recordad que esto era una idea para un cómic. En un principio, iba a estar ambientado en una Tierra postapocalíptica que había vuelto a la Edad del Vapor. Sin embargo, en mi búsqueda de dibujante, Onice me aconsejó que la historia sería más interesante si estuviera ambientada en un mundo imaginario, lo cual conferiría más libertad a la creatividad. Lo pensé y me pareció una buena idea, así que cree un mundo de corte steampunk llamado Verne, en honor al gran maestro.
Gracias al consejo de Onice, he podido hacer algo más original que la ambientación postapocalíptica.

viernes, 16 de noviembre de 2012

La sorpresa del día.

Abro mi cuenta de Subcultura como todos los días y me encuentro con esto.

Cortesía de ese pedazo de artista llamado Pakhawk.
¡Muchas gracias, colega!

martes, 13 de noviembre de 2012

Talvisota.

¡Hola, chicuelos y chicuelas!
Ha llegado la hora de otra ración más de historia.
En esta ocasión, viajaremos a la Segunda Guerra Mundial para visitar una de las "pequeñas guerras" que se vivieron durante este conflicto: la que se produjo entre Finlandia y la URSS o, como la llaman los vecinos de Papá Noel, Talvisota: la Guerra de Invierno.
Agradezco a Soturisi por sugerirme este tema porque no tenía ni idea de que escribir hoy.

Tras la conquista de media Polonia, nuestros amigos de la Estrella Roja pusieron sus ojos sobre Finlandia.
Stalin no soportaba que este antiguo territorio que perteneció una vez al Imperio Ruso fuera independiente.
El dictador con mostacho mandó llamar a una delegación diplomática finlandesa a Moscú el 14 de octubre de 1939. Les pidió que movieran la frontera unos 25 kilómetros atrás tomando como punto de inicio Leningrado. Stalin ofreció a cambio la región de Carelia, que no era un paraíso ni mucho menos. Los finlandeses se negaron y... Bueno... Ya sabéis el mal pronto que tenía Stalin cuando le decían que no.
Esta negativa no era un casus belli suficiente, así que los rusos idearon una estratagema: bombardearon una pequeña aldea rusa situada en la frontera con Finlandia, de manera que se le pudo echar la culpa a los finlandeses. Tras lo cual, los soviéticos pidieron que la frontera finlandesa se replegase. Finlandia se negó de pleno y los rusos rompieron el Pacto de No Agresión de 1934.

Sin ningún aviso de ningún tipo (léase "declaración de guerra"), las fuerzas soviéticas penetraron en el país de los suomis el 30 de noviembre de 1939. Los finlandeses decidieron retirarse hacia una conjunto de fortificaciones llamado la Línea Mannerheim, en honor del mariscal finlandés que la ideó. Los soviéticos pudieron conquistar el estrecho territorio que habían abandonado los finlandeses, colocando un gobierno títere al mando de Otto Kuusinen.
Los finlandeses eran conscientes de un gran problema: la superioridad numérica del inacabable Ejército Rojo. Sin embargo, ellos tenían un punto a favor: el conocimiento de su tierra. Ya que era un suicidio luchar contra el ejército más numeroso de la época, los finlandeses pondrían en marcha una guerra de guerrillas para desgastarlo. Los rusos no podían hacer nada contra un enemigo que salía de la nada y más si tenemos en cuenta el uso de francotiradores y el más famoso de ellos fue Simo Häyhä, alias "La Muerte Blanca". Vestido completamente de blanco, Häyhä tiene el honor de haber abatido a más de 500 soldados enemigos. A todo ello se suma el mérito de hacerlo sin el uso de mirilla, para impedir que el reflejo de la lente delatara su posición.

Mientras, los soviéticos demostraron una gran incompetencia. Sus oficiales seguían pensando como en la Primera Guerra Mundial. Era normal ver al Ejército Rojo marchar en perfecta formación, con todos sus estandartes hacia arriba y cantando a grito pelado cualquier canción patriótica. Eso los convertía en blancos perfectos. Además, ni los soldados ni los vehículos rusos estaban equipados para hacer frente al duro invierno finés. Sí, en serio.

Ante las fulgurantes derrotas a las que había sido sometido el Ejército Rojo, Stalin destituyó al anacrónico comandante Voroshilov por Timoshenko. Este consiguió reforzar al ejército soviético para conseguir, en febrero de 1940, derribar las defensas finesas.
El coraje de los finlandeses había hecho que el mundo entero los apoyase moralmente. Si bien es cierto que grupos de voluntarios de otros países lucharon codo con codo con Finlandia (algo parecido a las Brigadas Internacionales de la República durante la Guerra Civil Española), las grandes potencias aliadas no quisieron aliarse de facto con el país de los renos. La razón: tarde o temprano la URSS sería un aliado formidable contra los nazis y sería mejor no molestarla. Este desencanto supuso, más tarde, que muchos soldados fineses lucharan en el ejército alemán, entre ellos el propio Häyä.

El 13 de marzo de 1940, se firmó la paz.
Si bien los finlandeses tuvieron que entregar cierta cantidad de suministros a la Unión, ceder el territorio cercano al lago Ladoga y no poder aliarse con países que estuvieran en contra de la URSS, Finlandia consiguió mantener su independencia.
Sin embargo para los soviéticos, la Guerra de Invierno consiguió el empuje necesario para poner en marcha un plan de reformas tecnológicas para modernizar el anticuado Ejército Rojo.

Así fue la Guerra de Invierno.
He de advertiros que la información la he sacado de un libro bastante divulgativo, así que pueden haber algunos errores. Si veis alguno, avisadme.

¡Nos vemos!

lunes, 5 de noviembre de 2012

El relato de las cuatro palabras.

¡Hola, gentes!
¿Qué tal el puente?

Ya ha pasado casi una semana desde el último post y no tenía mucha idea de que escribir.
Por suerte, me he acordado de una cosa.
Lo que vais a leer a continuación es el relato que escribí para el Desafío Twitter de las Cuatro Palabras, por si alguno de vosotros se lo perdió. Gracias a byAtx por dejarme participar en esta curiosa iniciativa.
Para el que no sepa de que iba esto, consistía en escribir o dibujar una historia en el que aparecieran estas cinco palabras: plumero, verde, Snoopy y Mordor. Como ya sabéis, lo mío no es hacer monigotes así que decidí participar con este histriónico relato.
Disfrutadlo.

LA ESTÚPIDA DECISIÓN DE UN FRIKI
Por Platov.

Verde.
Verde de envidia estaba Godofredo al descubrir que su vecino, Sigfrido, había conseguido el codiciado nº 42 de "Batman".
¿Por qué Sigfrido tenía tanta suerte? Vivía en su cómodo piso con su novia, que parecía toda una valkiria. Tenía coche propio y trabajaba en el departamento de diseño de una mundialmente famosa empresa de miniaturas.
Mientras, Godofredo no tenía novia. Se pasaba todo su tiempo libre jugando a videojuegos y trabajaba friendo patatas en el McDonald's de la esquina, con un sueldo miserable. El único vehículo del que disponía era una bicicleta que se había encontrado al lado de un contenedor (por la cual tuvo que pelear contra un chatarrero de manos gigantes). Godofredo quería una vida mejor pero su carácter solitario y antipático se lo impedía. Lo peor de todo es que ni él se daba cuenta de eso. Pensaba que todo el mundo estaba en su contra.

Pero, ¿qué hacía tan especial y codiciado al nº 42 de las aventuras del Caballero Oscuro?
Sencillo. La editorial que lo publicaba cometió un error a la hora de entregar las hojas que conformaban el tomo al impresor. Entre todas ellas se coló una página de "Charlie Brown", por lo que te encontrabas en mitad del cómic con Charlie, Snoopy y sus amigos. Era algo raro y ya sabemos que lo raro cotiza al alza.
Godofredo quería ese cómic. No por tenerlo. Si lo vendía, podría sacar suficiente dinero para salir del agujero negro en el que se había convertido su vida y ser como Sigfrido.

Recapacitó un poco y pensó que sería mejor hacer otra cosa para que se le pasara el berrinche. Así que se puso a limpiar su destartalado apartamento. Para hacer la tarea más placentera, puso en su MP3 su colección de bandas sonoras de películas. La primera canción era el tema principal de "Star Wars". Godofredo hacia varios altos en las tareas de higienización de su vivienda cuando se ponía a manejar el plumero como si fuera una batuta, en una cómica imitación de John Williams.
Pero el siguiente tema hizo pararle en seco: "Batman", de la película de Tim Burton. A su cerebro volvió la imagen de Sigfrido con el codiciado ejemplar entre sus manos y Godofredo volvió a enfurecerse. ¡Él quería ese cómic!
Algo oscuro se activó en su interior, como las ansias de venganza de Bruce Wayne. "¿Robarlo?", pensó. Él no caería tan bajo pero Godofredo estaba ansioso. Su imaginación se activó y comenzó a pensar en la vida que llevaría con el dinero que conseguiría de la venta del cómic. Y tomó una decisión que cambiaría para siempre su vida.

Era de noche.
Sigifrido y su novia habían salido a cenar por ahí.
Era el momento idóneo para llevar acabo el plan que Godofredo había elucubrado esa misma tarde. Era sencillo: abrir la puerta, entrar, coger el cómic y salir.
Se preparó. Cogió una radiografía de un chequeo médico que se hizo hace tiempo y se despidió de su posesión más preciada: el calendario de chicas de videojuego del año 1997.
Entreabrió su puerta para ver si había alguien en el rellano de la esclaera. Nadie. Cerró con cuidado y fue hacia la puerta de Sigfrido.
Miró a ambos lados para cerciorarse de que nadie subía o baja por las escaleras. Desenrrolló la radiografía. Había leido por Internet que los cerrajeros usaban este método para abrir puertas. Insertó la lámina en la rendija entre la puerta y el marco, hizo presión y la puerta se abrió como si hubiera usado una llave.

El piso de Sigfrido era todo lo contrario que el de Godofredo: limpio y luminoso. El "ladrón de una noche" entró con sigilo por el pasillo, dirigiéndose al estudio de su vecino. La imagen del lugar aumentó todavía más la envidia que Godofredo tenía hacia Sigfrido: cómics, miniaturas, una mesa de dibujo con varios bocetos para nuevas figuras y una impresionante maqueta de Mordor en el centro para jugar al wargame de "El Señor de los Anillos".
Godofredo reprimió sus impulsos de detrozarlo todo y se dirigió a la estantería donde estaban los cómics. Rebuscó y rebuscó sin encontrar el preciado ejemplar. Hasta que en la leja de debajo había algo. Era una caja de madera. Godofredo la abrió. Solo habían figuritas pero parecía haber algo en el fondo: ¡EL CÓMIC! El chaval retiró las miniaturas con cuidado y cogió aquella rara obra de arte. Lo abrió y allí estaba: justo después de la página donde El Joker coloca una bomba en el monorrail de Gotham, la historia salta bruscamente a una bucólica escena donde Charlie Brown y sus amigos están merendando en el campo.

Godofredo esbozo una sonrisa de alegría. Sonrisa que se le borró cuando escuchó un gruñido detrás de él. Se giró con cuidado y miedo. Chizkoy, el enorme husky siberiano de Sigfrido, estaba delante de él, gruñendo, enseñando los dientes y con las orejas hacia atrás. "¡Idiota!", pensó Godofredo al descubrir que no tuvo en cuenta al perro en su plan.
Godofredo intentó pasar por encima del perro pero este se abalanzó sobre él, lanzándolo con su peso hacia atrás. Godofredo se golpeó la cabeza con el tablero de juego y cayó inconsciente.

Pasó un largo tiempo a oscuras hasta que una voz ronca le preguntó si estaba bien. Godofredo abrió los ojos lentamente, encontrándose a dos policías de pie, delante de él. Los dos hombres se agacharon para levantar al joven y esposarlo. En un rincón de la habitación, Sigfrido y su novia miraban a Godofredo con una mirada entre la sorpresa y el enfado.

Eso fue hace tres años.
Durante ese tiempo, Godofredo tuvo toda la paz y tranquilidad del mundo para leer cómics en la celda de su prisión. Allanamiento de morada e intento de hurto fueron las palabras que lo sentenciaron.
Sí, parece que aquel cómic cambió su vida para siempre.

FIN