miércoles, 21 de noviembre de 2012

Diplomacia.

¡Hola, personas humanas!
Aquí os dejo un relatillo. Abajo os explicaré algunas cosas interesantes sobre este.

La Horda Polar.
Uno de los más grandes imperios que pueblan la faz de Verne, donde los hombres son duros, las mujeres son duras y los niños están en pleno proceso de endurecimiento. El frío perpetuo no ayuda a que los habitantes de esta región tengan una vida plena y llena de alegrías así que solo queda una salida: vencer a la adversidad aunque no se tengan fuerzas para ello. Pero existe alguien en este reino más duro que todos sus habitantes juntos. Viajando hacia la capital, Polyarnyygrad, y recorriendo el camino recto de la suntuosa y amplia Avenida de los Zares llegamos hasta el Palacio Helado, sede de este peculiar personaje: Ekaterina I, zarina de la Horda Polar. Esta joven de dieciocho años heredó el reino a edad tan temprana después de que su padre, el zar Alexis, muriera sofocando una revuelta de campesinos en los confines del imperio. Su carácter es... Bueno... Ha sido catalogada por todos los periódicos extranjeros como “la hija de la diosa del Inframundo”.

En una tarde de otoño, frío como solo puede ser en los territorios de la Horda Polar, nos encontramos a nuestra pelirroja protagonista sentada en su escritorio. A un lado, una pila de papeles donde aparecen los nombres de aquellos que, según el Servicio de Seguridad, buscan traicionar a la jovencísima soberana. Al otro, dos sellos: uno rojo y otro azul. Pobre de aquel cuya hoja sea impregnada con la tinta roja pues pronto podrá ver el rostro oculto tras la máscara de gas del Dios de la Muerte.
Ekaterina coge el primer papel de la pila. “Mikhail Konstantinov”, pone en el margen superior de la hoja, escrito a máquina. Debajo, los cargos: “líder de una célula de intelectuales igualitaristas que desean el derrocamiento de Su Alteza Imperial”. Con una delicadeza digna de una bailarina del Ballet Imperial de las Estepas, la zarina coge uno de los sellos y lo estampa al lado del nombre del acusado. Suerte para él ya que, en un alarde de humanidad y compasión sin precedentes, nuestra protagonista ha elegido el sello azul. El señor Konstantinov se ha salvado de conocer al Ejecutor en persona y tan solo tendrá que servir al esfuerzo industrial de tan gloriosa nación, durante 20 años, en las minas de sal de la gélida región de Yokutva.

Tras varias horas, la tarea de decidir quien vive y quien muere se ve interrumpida cuando alguien llama a la puerta del despacho de nuestra ilustre protagonista.
-¡Entre!- dice Ekaterina. Como se puede comprobar no es una sugerencia, es una orden.
La puerta se abre lentamente pero con decisión. Tras ella, aparece un hombre. Bien vestido, parece que haya superado la cincuentena. Las ojeras debajo de sus órganos visuales son el resultado de largas noches de privación del sueño. Tan grandes como sus cejas o como su barriga, la cual haría volar por los aires, tarde o temprano, los botones de su chaleco. El Primer Ministro Andrej Baturin en todo su esplendor.
-¡Ah, Baturin! ¿Ocurre algo?-preguntó la zarina, levantando la vista de los papeles-¿Alguna manifestación de igualitaristas? ¿Es una manifestación, verdad? Lance a la Guardia del Oso contra los asistentes, así se callarán.
-Eh... No, su Excelencia-dijo el hombre-Vengo a recordarle que mañana es el viaje hacia la capital del Imperio de Su Majestad.
-¡¿Qué?!-gritó Ekaterina-¿Por qué debo de ir a ese sitio?
-¿No recuerda?-Baturin estaba visiblemente nervioso-Debemos firmar los acuerdos de paz para poner fin a la Guerra por Vishnia. Ya sabe: el Imperio dejó de hostigarnos a cambio de darnos una pequeña franja del territorio.
-¿Cómo de pequeña?
-Eh... Pues...
-¿Sí?-la zarina se había levantado del escritorio y se había acercado al Primer Ministro, mirándolo con sus fríos e inquietantes ojos azul hielo.
-Las montañas de Sherpalia, su Excelencia.
-¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡Ellos se quedan con lo mejor y a mí me toca un trozo de tierra baldía! ¡Un montón de montañas llenas de yetis piojosos!
-Bueno, verá, los sherpalíes son expertos montañeses y rastreadores y creo que serían una buena adquisición para nuestros ejércitos.
-¿”Nuestros”, Baturin?
-Esto... Quise decir “sus ejércitos”, Excelencia.
-¡Ah! Pensaba...-Ekaterina se puso a mirar a través de la ventana. Las calles estaban llenas de gente o eso parecía: la lejanía del palacio imperial de las calles hacía que los transeúntes parecieran hormigas- Hmmmm... Tal vez sea una buena “adquisición”, como usted dice, pero pienso renegociar. Quiero una salida al mar Interior y la tendré.
-¿Cree que sería buena idea, Excelencia?-preguntó Baturin.
-Si Alexandra no me hace caso, pagará las consecuencias. Soy la comandante suprema del ejército más grande de todo Verne y si tengo que aliarme con esos imbéciles de Losange para conseguir mis objetivos... En fin... Lo haré.
Ekaterina se acercó al terminal de interfono de su despacho: “¡Anushka!”
Una voz de mujer se oyó al otro lado de la línea: “¿Sí, su Excelencia?”- Anushka era la sirviente y gobernanta de Ekaterina. Una mujer de unos cuarenta años cuya familia siempre había sido la sirviente de los zares desde la creación de la Horda Polar.
-Prepara mi equipaje y mi traje de gala. Mañana partimos hacia el Imperio.
-Como desee, su Excelencia.

El Imperio de Su Majestad.
El imperio más extenso de todo Verne. Más allá de cualquier mar u océano existe una posesión imperial. Todo ello gracias a siglos de conquistas y a la armada más avanzada de todo el mundo. La Era del Vapor ha traído una edad de oro al Imperio, sobre todo gracias a la labor incansable de su monarca: la reina Alexandra. Alexandra es la reina de reinas. Todo el mundo la admira, sobre todo por su carácter reformador y su cercanía al pueblo. Gracias a ella, el Parlamento Imperial ya es un órgano plenamente democrático y representantes de todos los pensamientos políticos pueden optar a un escaño.
Aunque claro, tiene también sus detractores. Bueno, su detractora: Ekaterina. La zarina no soporta a Alexandra ni en pintura. Tal vez sea por ese carácter tan amigable o porque el Imperio es el triple de grande que la Horda Polar, algo que nuestra protagonista no puede aceptar. Viajar solo para verle la cara a su mortal enemiga es algo que es superior a sus fuerzas pero renegociar los puntos del tratado que se va a firmar es una oportunidad de oro. Solo por eso, Ekaterina sería capaz de marchar hacia el mismísimo Inframundo. La codiciada salida de los territorios de la Horda hacia el mar Interior podría convertirse en realidad. Si este sueño se hiciese realidad, todas las naciones de Verne se arrodillarían ante el poder del imperio del norte.

El viaje en dirigible fue bastante tranquilo. Ni rastro de piratas aéreos en las zonas por donde pasaba. Claro que había que ser muy cenutrio para atacar el dirigible de la zarina. No solo por su ilustre ocupante sino porque iba armado hasta las cejas. Cualquier vehículo fabricado en la Horda Polar tiene un inconfundible aspecto militar. Hasta los tractores parecen tanques.
La máquina voladora llegó a Lionscourt, la capital del Imperio de Su Majestad. En la estación aérea de la ciudad estaba reunida una gran masa de gente: periodistas, fotógrafos, operarios de radio y el público curioso que se había acercado hasta allí para ver la llegada de la más joven emperatriz que haya conocido el mundo. En la plataforma donde iba a posarse el dirigible se encontraba la mismísima reina, acompañada por el Primer Ministro Osmond (fumando en su inseparable pipa) y escoltada por la Guardia Real.
El dirigible se posó con la gracia de un flamenco. Varios operarios de la estación se acercaron con una escalera para ayudar a bajar a los ocupantes de la nave pero, antes de que llegaran al lugar, tuvieron que dejarla a un lado porque de la propia puerta principal del dirigible se deplegó una escalinata de metal. Dos ayudas de cámara salieron del interior, desenrollando una alfombra roja hasta el lugar donde se encontraba Alexandra. Seguidamente, aparecieron varios miembros de la Guardia del Oso, ataviados con abrigos blancos y gorros negros de piel de oso, armados con rifles de repetición. Se colocaron con perfecta destreza a ambos lados de la alfombra.
Alexandra, la reina de reinas, suspiró.
-Ay...
-¿Ocurre algo, Majestad?- preguntó Osmond.
-No soporto su pomposidad- respondió Alexandra.
Tras este despliegue, Ekaterina salió a la luz del cielo nublado de Lionscourt. Iba vestida con un uniforme de mariscal, con una gran capa de piel. En su cinto, el sable que perteneció a su padre.
-Je. Desde esta distancia cualquiera diría que es un chico- dijo el Primer Ministro Imperial mientras que daba algunas caladas a su pipa.
Tras la zarina, descendió Baturin. Ekaterina avanzaba con paso firme por la alfombra. Al llegar hasta Alexandra, la joven emperatriz le hizo una reverencia aunque hubiera deseado ensartarla en su sable.
-¡Buenos días, su Majestad!
-¡Excelencia!- respondió la reina, con no mucha gana.
Ekaterina se puso enfrente de Osmond. Le saludó con otra reverencia.
-¡Primer Ministro Osmond!
-¡Su Alteza Imperial!- respondió Osmond.
Baturin hizo lo mismo que su emperatriz.
Acto seguido, las dos reinas y sus respectivos jefes de gobierno se dirigieron a la salida de la estación, donde les esperaba un séquito compuesto por dos carros de caballos escoltados por una compañía de húsares. Los flashes de las cámaras y la algarabía de gente casi desorientan a Ekaterina. Un grupo de ciudadanos imperiales increpaba a la zarina: “¡Tirana!”, “¡Asesina!”, “¡Niña mimada!”
-Si estuviéramos en la Horda Polar, ya estarían muertos- pensó Ekaterina.
A la salida, las reinas subieron a un carro mientras que los primeros ministros subieron a otro.
En el interior del vehículo, las dos emperatrices miraban disimuladamente a ambos lados para no mediar palabra. Algunos suspiros salían de la boca de Alexandra mientras que Ekaterina barruntaba cosas por lo bajo. Hasta que Ekaterina explotó.
-¡Tú!
-Tengo un nombre- contestó indignada la reina.
-Me da igual. Tengo algo que decirte.
-¿No te habrás enamorado de mí?- Alexandra comenzó a reírse mientras que Ekaterina estuvo a punto de desenvainar su sable. Por el bien de todos, consiguió calmarse.
-Ja, ja. Muy graciosa. Es sobre el tratado.
-¡Bien! Sabía que le ibas a sacar alguna pega.
-¡Y la tiene! Sherpalia no es suficiente. ¡Exijo un territorio mayor!
-¿Mayor, dices?- Alexandra miró fijamente a los ojos de Ekaterina. Debía ser la única persona en todo Verne que podía mantenerle la mirada a la zarina- Escucha, guapa. Muchos de los imperios estarían deseosos de poseer Sherpalia. Si no me crees, pregúntaselo al Káiser.
-Me da igual lo que opine esa marioneta movida por Eisenstahl. Quiero una salida al mar Interior. ¡Y la quiero ahora!
-Digno de una niña mimada como tú, Ekaterina. ¿Para qué? ¿Para servirte el mundo en bandeja? No, guapa, no.
-¿Te niegas?
-¿Acaso hablo en skaldmarkés?
-Bien. Tú lo has querido. En ese caso, ¡no firmaré nada!
-Sabía que todo acabaría así. ¿Deseas seguir con la guerra?
-¡Sí! ¡No tenéis nada que hacer contra mis ejércitos! ¡Los más grandes de todo Verne!
-¡Oh! ¿De verás? Dime, ¿cuándo fue la última vez que llevaste acabo un programa de reforma del ejército?
-¿Un qué...?
-Me refiero a que cuándo ha sido la última vez que has actualizado las armas de tus ejércitos.
-Pues... Pues... ¡No sé!- Ekaterina estaba demasiado incómoda con aquella pregunta- Creo que mi abuelo...
-¡Ja, ja, ja!- Alexandra no paraba de reír- ¿Tus ejércitos llevan todavía armamento de hace 100 años?
-¡Nuestra máquinas de guerra son las más potentes de todo Verne!
-Pero las guerras no solo se ganan con tanques y dirigibles, querida. Necesitas infantería y un montón de milicianos armados con mosquetes no pueden hacer nada contra una formación de húsares con giropistolas.
Ekaterina cayó. No quería seguir con aquella conversación.

Llegaron a su destino: el Palacio de los Leones.
El hogar de Su Majestad sería el sitio donde se firmarían los tratados. Donde se suponía que se firmarían. Las dos reinas bajaron de su carro, una por cada lado. Lo primeros ministros bajaron por el mismo lado. Se les veía alegres y dicharacheros. En realidad, Baturin y Osmond se llevaban bastante bien, al contrario que sus emperatrices.
Ekaterina se acercó a Baturin.
-¡Nos vamos de vuelta a Polyarnyygrad!- gritó Ekaterina.
Esto pilló por sorpresa a los dos hombres, que la miraron con asombro.
-Pero... Pero...- Baturin no se lo podía creer- Todavía no hemos firmado los tratados.
-¿Cuestiona mis órdenes, Baturin?- Ekaterina se encaró con el pobre hombre.
-No, su Excelencia. ¿Es que ha ocurrido algo malo?
-¡Mi voluntad! ¡No ha ocurrido mi voluntad! ¡Así que vayámonos!
-Bueno, si insiste- Baturin se giró hacia Osmond- Lo siento mucho, la verdad.
-No importa. Otra vez será- dijo el Primer Ministro.
-¡Baturin!- gritaba Ekaterina mientras subía a una de las carrozas para volver a la estación aérea- ¡No se rebaje al nivel de estos...! Estos... ¡Indeseables!
-¡Adiós, Ekaterina!- dijo Alexandra- ¡Nos volveremos a ver para firmar la paz!
-¡AAAAAAAAAAARGH!- gritó la zarina.



Como alguno de los que me seguís en Subcultura habéis adivinado, nuestra protagonista ya apareció una vez en otro relato titulado "Zarina". ¿Cómo es que ha cambiado de mundo? ¿Puede viajar a través de otras dimensiones? Eso quisiera ella. Os lo explico.
Recordad que esto era una idea para un cómic. En un principio, iba a estar ambientado en una Tierra postapocalíptica que había vuelto a la Edad del Vapor. Sin embargo, en mi búsqueda de dibujante, Onice me aconsejó que la historia sería más interesante si estuviera ambientada en un mundo imaginario, lo cual conferiría más libertad a la creatividad. Lo pensé y me pareció una buena idea, así que cree un mundo de corte steampunk llamado Verne, en honor al gran maestro.
Gracias al consejo de Onice, he podido hacer algo más original que la ambientación postapocalíptica.

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